Perseverar en la
libertad
“Cristo
nos dio libertad para que seamos libres. Por lo tanto, manténganse ustedes
firmes en esa libertad y no se sometan otra vez al yugo de la esclavitud.
Ustedes, hermanos, han
sido llamados a la libertad. Pero no hagan de esta libertad una ocasión para
vivir según la carne. Más bien sírvanse los unos a los otros por amor. Porque toda la ley se
resume en este solo mandato: ‘Ama a tu prójimo como a ti mismo.’”
(Gálatas
5: 1;13-14)
Todos los que son guiados por el
Espíritu de Dios, son hijos de Dios.
Pues ustedes no han recibido un espíritu de esclavitud que los lleve
otra vez a tener miedo, sino el Espíritu que los hace hijos de Dios. Por este
Espíritu nos dirigimos a Dios, diciendo: «¡Abbá! ¡Padre!» Y este mismo Espíritu
se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que ya somos hijos de Dios. Y
puesto que somos sus hijos, también tendremos parte en la herencia que Dios nos
ha prometido, la cual compartiremos con Cristo, puesto que sufrimos con él para
estar también con él en su gloria.
(Romanos 8:14-17).
Jesús les dijo a los judíos que habían creído en él:
—Si ustedes se mantienen fieles a mi palabra, serán de veras mis
discípulos; conocerán la verdad, y la
verdad los hará libres.
Ellos le contestaron:
—Nosotros somos descendientes de Abraham, y nunca hemos sido esclavos de
nadie; ¿cómo dices tú que seremos libres?
Jesús les dijo:
—Les aseguro que todos los que pecan son esclavos del pecado. Un esclavo
no pertenece para siempre a la familia; pero el hijo sí pertenece para siempre
a la familia. Así que, si el Hijo los
hace libres, ustedes serán verdaderamente libres.
(Juan 8:31-35).
Por perseverar en la libertad, que
nos es dada en Cristo, debemos combatir el egoísmo que hoy impera. Pablo nos
invita a vivir la gran paradoja de la libertad en Cristo: es libres significa
estar en el amor de Cristo, servirnos los unos a los otros.
A menudo se entiende por libertad como la facultad de
disponer de uno mismo, en el sentido del libre arbitrio condenado por Lutero.
Hoy estamos convencidos que todos los seres humanos nacen libres y así
permanecen; sin embargo, si miramos alrededor, ¡vemos personas sometidas a toda
clase de esclavitudes! En tiempos del apóstol Pablo, muchas personas nacían o
los hacían esclavos, es decir, la esclavitud estaba legalizada. La libertad de
la que habla Pablo, en su carta a la comunidad cristiana de Galacia, no es
evidentemente una libertad natural, una posesión inalienable; se trata de una
libertad donada a quien por vía natural no la posee. Es precisamente una
libertad de esclavos liberados. Comparando la condición de los cristianos de
Galacia a aquella de los esclavos por los cuales ha sido pagado un rescate,
como de hecho ocurría en aquel tiempo, Pablo invita a sus hermanos y hermanas
en la fe a perseverar en la libertad recibida con la confianza en Cristo.
Jesucristo pagó por nuestra libertad del pecado y de la muerte (Romanos 6:23).
Cristo nos liberó tomando para sí la maldición de la ley, muriendo en una cruz,
por sí y por nosotros que, participando de su muerte en el bautismo, somos
rescatados del interior del sistema ley-pecado-maldición-muerte. El llamado
urgente de Pablo está dirigido a las personas que han recibido el evangelio de
Cristo y han experimentado su fuerza liberadora, pero desviaron su buena
conciencia del camino indicado por el apóstol y se pusieron de nuevo bajo el
yugo de la práctica legal.
El punto de
partida es un llamado a la libertad. Un
punto común de toda la tradición del Nuevo Testamento referido a la libertad es
que está ligada a la filiación a Cristo. Ustedes recibieron el Espíritu de
adopción, escribe Pablo, mediante el cual nos dirigimos a Dios como a nuestro
Padre. Esta adopción como hijos e hijas de Dios es posible mediante la
liberación que proviene de la obra de Cristo y el fundamento de la libertad
cristiana. Para el apóstol, no hay libertad que no esté ligada a una
certeza y a una esperanza. Jesucristo
cambió las reglas de juego de este mundo, ya que no nos separamos más por
distinciones sociales, religiosas o sexuales. Por esta razón, los creyentes
dejan de estar condenados a devorarse entre ellos, sino que son invitados a
servirse los unos a los otros en la libertad del amor.
La libertad cristiana es una vocación: “Ustedes han sido llamados a la libertad”. Somos llamados
a recibir y vivir la libertad que nos es donada, una libertad-don que solo Cristo
puede dar. La obra de Cristo, que culmina con su muerte en la cruz, es una obra
de liberación: “Así que, si el hijo los hará libres, ustedes serán
verdaderamente libres”. Para Pablo, la vocación cristiana se resume en “ser
llamados” a la libertad que recibimos como don en la fe. La libertad cristiana
es la misma vida de fe en su esencia más profunda o natural. En la vida de fe,
vivida cotidianamente, cada uno y cada una de nosotros experimenta la libertad
de ser hijo e hija de Dios. Esto nos viene a través de elecciones responsables
que son dictadas por la fuerza del amor. La vida cristiana es lo opuesto al
moralismo. No somos llamados a observar leyes impuestas desde afuera. Más bien,
la ley de Cristo, que es ley de la gracia, está escrita en nuestro corazón para
inspirarnos espontaneidad y fervor. El creyente obra de modo libre y
responsable porque lo siente dentro y no por cuidar las apariencias. Para
perseverar en la libertad necesita vivir el ágape. Al Invitar a los creyentes a
perseverar en la libertad ofrecida por Cristo, Pablo Afirma que en Jesucristo
“aquello que vale es la fe que obra por medio del amor” (Gálatas 5:6). El ágape
es el fundamento para una libertad auténtica. La libertad solo es verdadera en
el amor de Cristo. Los gálatas se habían desviado de la vía indicada por Pablo,
que era el camino del ágape, para dedicarse a la observación de las
prescripciones de una ley desconectada, apartada de su fuente, que es,
precisamente, el amor por Dios y por los seres humanos. Ellos optaron seguir
una ley que divide mientras que Cristo unió a todos los creyentes en la única
familia de Dios.
Para perseverar en la libertad que nos es donada en
Cristo, debemos combatir el egoísmo hoy imperante. Entender la libertad simplemente como la posibilidad
de hacer lo que nos gusta, olvidando que toda libertad tiene su límite, abre
fácilmente el sendero al egoísmo y al individualismo, que son los males que
actualmente sufre nuestra sociedad. Individualismo que - le quita a los seres
humanos la peculiaridad de ser “personas”, de modo que sean seres llamados a la
sociabilidad y a la solidaridad- hace olvidar que no se es libre si no se es
responsable con su propia elección; no se es libre cuando se confunde los
bueno, lo verdadero, lo justo con aquello que me gusta, me parece o me
beneficia (no solo en términos de dinero…). En la vida de Jesús, vista en toda
su extensión, desde los inicios hasta la Pasión, muerte y resurrección, se
revela una opción de libertad frente a
las prioridades egoístas. El apóstol Pedro nos pone en guardia a los cristianos
contra el riesgo de servirse de la libertad como de un velo para cubrir la
malicia (1 Pedro 2:16). Pablo nos invita a vivir la gran paradoja de la
libertad en Cristo: ser libres significa ser esclavos en el amor de Cristo, es
decir, servirnos los unos a los otros. Practicar el servicio mutuo es hacer
posible otro modo de vivir, otro tipo de sociedad, más justa y más fraterna.
Aquí está la fuerza transformadora del mensaje evangélico como mensaje de
liberación. El Evangelio no es una doctrina o una enseñanza, sino que es una
fuerza vital que cambia al ser humano, haciéndolo responsable en el encuentro
con los otros. Una fuerza que nos vincula a la persona viva de Jesucristo, el
Liberador. Según el evangelio de Juan, la verdad que nos hace libres es Jesús
mismo, es el encuentro con Jesús, el totalmente digno de confianza que dona la
verdadera libertad. No nacemos libres pero nos hacemos libres gracias al
encuentro personal con Cristo, encuentro que la Escritura identifica con el
llamado que Dios nos hace.
El 17 de febrero es para nosotros un día de fiesta de
la libertad, en recuerdo de la
concesión de derecho civiles y políticos a la minoría protestante valdense, de
parte del rey Carlos Alberto de Saboya. Celebrar esta fiesta de la libertad es
dar testimonio de nuestra liberación en Cristo. Y reconocer que los cristianos
valdenses han sido llamados a la libertad, han sido liberados no por un
soberano humano sino del Señor en el que creemos. El pueblo valdense era libre
espiritualmente e interiormente, incluso antes de que ocurriera el
acontecimiento del 17 de febrero de 1848, y la consiguiente libertad de culto.
La tentación de los galatas es la misma a la cual nosotros estamos expuestos.
También nosotros estamos tentados de abandonar la carrera o arriesgarnos a
hacer una mala carrera ligando nuestras acciones a una realización hipotética
de la ley, negándonos a recibir la gracia liberadora de Dios y dejarnos
transformar por ella. Los protestantes ponemos siempre la fe delante de
cualquier obra del creyente, pero el riesgo siempre presente es que nuestras
tradiciones y organizaciones eclesiásticas sean transformadas, en cierto
sentido, por leyes que nos ofrecen una falsa seguridad frente a Dios; no somos
salvos porque mantengamos la iglesia con nuestros propios recursos o porque
nuestra pertenencia se mantenga de generación en generación ¡no! A los gálatas,
Pablo les recuerda que una vida justa, justificada, una vida aprobada por Dios
no puede ser meritoria desde la práctica de la ley: solo la fe en la liberación
de Cristo, vivida desde el amor, es decisiva. La frágil liberad que nos es
donada en Cristo reclama la firmeza de la fe, y evitar recaer en la búsqueda de
la justicia por los propios medios.
(Tercera de una serie de cuatro meditaciones)
Publicado en Riforma, semanario de las Iglesias Bautista, Metodista y Valdense, 15 de febrero de 2013. Año XXI, número 7. Para leer la versión original: http://www.riforma.it/innerpage.php?id=Pagina%20biblica/bible20130212103657