PAGINA VALDENSE

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viernes, 18 de mayo de 2012

Reflexión sobre la Ascensión de Cristo.


La Ascensión no olvida la tierra

En mi primer Libro, querido Teófilo, me referí a todo lo que hizo y enseñó Jesús, desde el comienzo, hasta el día en que subió al cielo, después de haber dado, por medio del Espíritu Santo, sus últimas instrucciones a los Apóstoles que había elegido.
Después de su Pasión, Jesús se manifestó a ellos dándoles numerosas pruebas de que vivía, y durante cuarenta días se le apareció y les habló del Reino de Dios.
Dicho esto, los Apóstoles lo vieron elevarse, y una nube lo ocultó de la vista de ellos. Como permanecían con la mirada puesta en el cielo mientras Jesús subía, se les aparecieron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: «Hombres de Galilea, ¿por qué siguen mirando al cielo? Este Jesús que les ha sido quitado y fue elevado al cielo, vendrá de la misma manera que lo han visto partir».
(Hechos 1:1-3;9-11)

Por Bruno Rostagno
 
   La Ascensión no separa a Jesús del mundo y de la humanidad. Jesús se ubica, más que nunca, en el centro que dirige la renovación de la vida. No nos abandona a la quietud, sino que nos recibe y nos hace más humanos.
 
   (Riforma, 18 de mayo de 2012) Conservo ahora el recuerdo de un gran encuentro de la comunidad siciliana el jueves de Ascensión de 1960, en Agrigento, en Valle dei templi, con diversos testimonios, cantos y conversaciones, en una atmósfera alegre, no solo por el bello día de sol, sino, sobretodo, por el anuncio bíblico del ascenso y la soberanía de Cristo.
   Hoy, un encuentro así, en un día vinculado al evento del que habla el primer capítulo de los Hechos, ubicándolo cuarenta días después de Pascua, no sería posible porque el jueves de la Ascensión en Italia ha devenido en un día laborable como cualquier otro. Alguien dirá que no ha cambiado sustancialmente nada porque la fiesta se ha trasladado al domingo siguiente. Pero estos procedimientos administrativos, dictados por razones económicas, tienen su consecuencia. De hecho, cuando se trasladó al domingo la fiesta de la Ascensión, perdió su significado; sucedió que muchos de los miembros de iglesia se han olvidado del significado de esta fecha.
   ¿Por qué es justo celebrarla?  No por una necesidad festiva. La fiesta cristiana tiene dos funciones: por un lado, nos hacen recordar, por el otro, imprimen una dirección a la vida. La venida de Cristo, su muerte, su resurrección, el arribo del Espíritu Santo son recordados, meditados, cada uno en un momento especial; son recordados porque su significado puede ser visto cada día, porque son momentos culminantes de la obra que renueva nuestra vida.
   La Ascensión es uno de estos momentos. Podría estar vinculada a la Pascua porque, en la resurrección, Jesús ha sido elevado por encima de cada realidad creada. Podría ser vinculada también a Pentecostés porque, como dice el Evangelio de Juan, Jesús va al Padre pero continúa obrando por medio del Espíritu. Pero, en el fondo, es justo dedicarle a este evento una fiesta particular. En la Pascua el centro del mensaje es la victoria sobre la muerte y el inicio de la nueva vida;, en cambio en Pentecostés el centro es la venida del Espíritu con su fuerza creadora. Mientras que, en la Ascensión, el centro es la soberanía de Cristo sobre lo creado, a lo cual le transmite el amor de Dios. Las obras potentes de Jesús, su sufrimiento y su muerte, dan ahora su fruto. Jesús reina, no para dominar, sino para curar y liberar. La violencia ejercida a lo largo de los siglos en el nombre del reno de Cristo es la más terrible traición que se le pudiera haber hecho. Jesús no transforma la tierra con una potencia violenta; más bien realiza entre los humanos una comunión sana, libre del instinto de dominio, y permite a quien lo escucha, caminar en ese sentido.
   Este significado se refleja en nuestra vida. La resurrección abre una vida nueva. El espíritu se manifiesta y se hace factible mediante sus dones. La Ascensión nos da el sentido de aquello que hacemos, en este tiempo mediado por la victoria de Cristo y su revelación final.
   El Señor no asciende al cielo para gozar el fruto de su esfuerzo y dejarnos solos.  Lo hace también para elevarnos a la altura de la comunión con Dios. Pero esto no significa que, luego de la ascensión de Jesús, debamos buscar una progresiva elevación sobre la realidad terrestre. Es cierto que hay momentos en que necesitamos tomar distancia de la agitación y confusión de la vida; hay momentos en que necesitamos interrumpir la fatiga cotidiana para poder abrirnos más a la realidad de Dios. Como dice el himno 255 de nuestro himnario en su cuarta estrofa: “Haz que en ti, como en el cielo el águila se alza, yo me eleve y viva”. Debiera suceder cada domingo; el domingo fue hecho para esto, aunque la solemos usar para tantas otras cosas… Pero no se trata de un crecimiento espiritual  que, de domingo a domingo, nos ubica siempre más cerca de Dios y más lejos de la realidad terrestre. Esto no puede suceder o, si parece que ocurre, es una ilusión.
   Después del ascenso de Cristo, los discípulos son invitados a no tener los ojos fijos hacia el cielo sino a ir a Jerusalén para dar inicio a su misión. En el Nuevo Testamento, en las partes que se hace referencia a la elevación de Jesús, se habla contextualmente del servicio de los discípulos.
   La realidad humana tiende a agotarse y a aplastarse. También, a veces, corremos el riesgo, en la vida comunitaria y en nuestro servicio, de perder el sentido de lo que hacemos. Pero la ascensión recrea el significado y la novedad de la vida porque también la realidad terrestre puede ser elevada cuando Cristo nos guía hacia la nueva creación.  
  

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