Los templos de los
cuerpos vivos
Por Eduardo Obregón.
Aquella cálida mañana del 22 de febrero el locutor de
la radio anunció que hubo un accidente ferroviario en la estación del barrio de
Once, en la Ciudad de Buenos Aires. En aquel momento, la voz señalaba que, sin
saberse aún la cantidad de víctimas, se podría advertir que muchos eran los
heridos de la catástrofe.
Funesta mañana, aquella, en donde el reloj
se detuvo para dar paso al horror. Invadido por la amarga sorpresa, hice
memoria de aquellas personas, conocidas mías, que suelen tomar ese tren para ir
a trabajar. Allí aparecían rostros muy cercanos a mí: Norita, la mujer que
trabaja limpiando la facultad de teología, Mabel y Cristian, una pareja cercana
a mí que hace tiempo que no veo; digo, por nombrar algunos.
… Y la muerte, con su rostro más macabro,
irrumpe en nuestra cotidianeidad y carga consigo con todas las muertes, esas
que nos hieren el corazón. Allí se muestra en escena, absurda y grotesca. Los
medios de comunicación nos ofrecen retazos del horror bajo el título de “Así
vivimos y así morimos los argentinos”. De este modo, con semejante desayuno de
terror e impotencia, la bronca nos invade porque una vez más, como tantas
otras, se trata de cientos de personas que padecieron lo que pudo haberse
evitado.
Esta gran ciudad, con sus grandes
rascacielos y sus casonas al estilo de la Europa del siglo XIX, con su centro
financiero, su bullicio, sus luces de colores y sus aspiraciones de “primer
mundo” también, como tantas otras grandes ciudades, exige sus sacrificios. Pero
a Buenos Aires no le basta con las injusticias a la vista, no le satisface los
cartoneros que hurgan en la noche buscando las sobras que les permita
sobrevivir, o con aquellos otros habitantes de la calle que tienen como
dormitorio las veredas, o a la Villa 31 exponiendo su precariedad ante una
ciudad que mira con ojos despectivos lo que no quiere ver. Pero pareciera ser
que a Buenos Aires estas ofrendas que le da su sociedad injusta no le llena su
voracidad de vidas humanas: ahora, el saldo de este accidente ferroviario dejó
51 muertos y 600 heridos; no hace mucho tiempo, el 13 de septiembre del año
pasado, dos trenes (de la misma línea Sarmiento) y un colectivo chocaron en la
cuidad de Flores, dejando un saldo de 11 muertos y 228 heridos, ¿hasta cuando
seguiremos con estos actos terribles? Si miramos con profundidad estos
acontecimientos, y tantos otros que pasan sin repercusión mediática, tienen un
denominador común: empresas que hacen su gran negocio a costa de la seguridad
de miles de personas y Estados que, en el mejor de los casos se muestran
impotentes ante el poder de las grandes corporaciones (en este caso del
transporte), y en el peor, incluso son encubridores e impulsores de estas
situaciones de muerte.
En estos días, los cristianos estamos
acercándonos a la fecha en que conmemoramos Pascuas, por esta razón, quisiera
proponerles valernos de un relato de Jesús, específicamente aquel que llega al
templo y desaloja a los mercaderes que hacían allí su actividad lucrativa. En
este caso, les propongo la versión del relato del Evangelio de Juan (cap. 2:
13-22), con el fin de reflexionar sobre lo ocurrido en Once hace un mes atrás.
El texto comienza diciendo que Jesús llega a
Jerusalén en tiempos de Pascua. La Pascua rememora un momento de cambio, de
pasaje hacia un momento nuevo, tal fue el caso de aquel pueblo esclavo de los
egipcios que cruzó, acompañado por Yavé, el Mar Rojo en pos de su liberación
(Éxodo 14). Sin embargo, en los días de Jesús, lejos quedó la frescura de
aquella religiosidad de los seguidores de Yavé; justamente, la “pascua” de las
autoridades del templo era concebida como para no cambiar nada. Además, el
templo, dejó de ser “la casa de oración” para que poderosos mercaderes hicieran
sus negocios a costillas del sacrificio del pueblo (Marcos 11:17).
Allí, él encontró a los vendedores de bueyes
y ovejas; en la sociedad del mundo de Jesús, los terratenientes ganaderos
gozaban de un gran poder, recordemos que justamente Saúl, el primero de los
reyes de Judea, era un propietario de ganado (1 Samuel 9:3; 11:5). En el tiempo
que se sitúa el relato, los más pudientes de Israel compraban esos animales
para ofrecerlos en sacrificio en el día de Pascua. Sin embargo, al verlos,
Jesús no tuvo contemplación con ellos y los expulsó del templo a latigazos. El
texto dice que lo mismo hizo con los cambistas, estos financistas cambiaban las
monedas circulantes en aquel momento, las que tenían la cara del Cesar y que
eran consideradas de idolatría por las autoridades religiosas de Israel, por
aquellas otras monedas, las que se acuñaban en el mismísimo templo. Juan relata
que a los únicos que les dirigió la palabra fue a los vendedores de palomas:
“quiten esto de acá y no conviertan la casa de mi padre en un mercado”, les
ordenó. Quizás, seria porque los vendedores de palomas no hacían grandes
negociados como los vendedores de bueyes o los financistas, ya que era solo el
pueblo pobre el que compraba las palomas para la ofrenda.
Las autoridades religiosas –aquellos a los
que Juan denomina como “los judíos”- se oponen a Jesús y le exigen una señal
que indique que él tiene la autoridad suficiente como para desalojar a los
comerciantes del templo. Jesús, “ni lerdo ni perezoso”, los desafía incluso con
ironía a algo que ellos no estarían ni locos dispuestos a hacer: “destruyan
este templo y en tres días lo levantaré”, les contesta. Ellos le replicaron
burlándose: “¿Cómo vas a hacer, sí en cuarenta y seis años fue edificado este
templo y vos decís que en tres días lo vas a levantar?”. Los jerarcas hacían
referencia a la reconstrucción del templo iniciada por Herodes en el 19-20 a . C. Pero Juan
inmediatamente aclara que Jesús estaba hablando del templo de su cuerpo y, a
raíz de este hecho, cuando él resucitó, sus discípulos recordaron estas
palabras.
No quisiera hacer aquí una interpretación
simplista de este texto al vincularlo con el accidente del 22 de febrero
pasado, afirmando que nos debemos conformar porque los muertos van a resucitar
y se acabó el problema. Aunque, en nuestra fe tenemos la esperanza de que no
hay muerte que venza a la vida. De hecho, el texto del Evangelio nos invita a
bucear en su contenido porque tiene mucho más que decirnos.
Claramente el relato nos presenta dos
modelos radicalmente opuestos: uno es el del templo del sacrificio, aquel que
promueve que muchas vidas se posterguen en pos del beneficio de unos pocos
(autoridades religiosas, poder político y comerciantes), y el otro, son los
templos de los cuerpos vivos, el cual no exige sacrificios sino el poder vivir
una vida plena y digna para poder honrar a Dios.
Hoy se cumple un mes del accidente
ferroviario de Once, desde la perspectiva del Evangelio, tenemos que decir
claramente que Dios no quiere esta realidad que da miedo, Él no quiere estas
muertes innecesarias; el proyecto del reino de Dios promueve la Vida plena de
las personas y, en este sentido, nos desafía a no permanecer indiferentes a
estos terribles acontecimientos, y a sensibilizar nuestros corazones por la
suerte que puedan correr nuestros hermanos y hermanas. Nuestros cuerpos vivos
son sagrados y deben ser cuidados sin ningún tipo de restricciones, para ello
estamos invitados e invitadas a trabajar a diario. Esta es la fe que nos
alienta y nos alimenta, la que está fundada en Jesús resucitado, vencedor de
toda muerte.
Zamba para que te quedes
Para que estés siempre en
medio nuestro,
para que nos juntes en la
comunión,
para que a pesar de toda
tristeza
esta sea una fiesta porque
aquí estás vos.
Compartimos la copa y el pan
que es amor,
amor bien jugado por vos en
la cruz.
Celebramos que no hay muerte
que pueda atar
a la vida que recibimos de
vos.
En el barrio tantos te
necesitan
y quién sabe cuántos en esta
ciudad.
Danos la palabra, el gesto,
el cariño,
que te muestren simple así
como sos.
Padre te pedimos con todo el
pueblo
por aquél que sufre
injusticia y dolor,
cambia nuestro llanto por
alegría,
danos esperanza, ahuyenta el
temor.
Juan Gattinoni.
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